Siete demonios – Psicología – P12 – 21/11/2010
El autor examina la categoría religiosa de los pecados capitales desde la perspectiva psicoanalítica hasta desembocar en “la fuente de los otros pecados, el pecado fundamental: la soberbia”.
Por Jorge Kury
“Si se juzga a las religiones de la misma manera que a los mitos, se advierte que las conductas, sentimientos y sumisiones que el fiel sostiene con su deidad no son muy diferentes a los que otro, ateo, racional y equilibrado, mantiene con su ideal del yo. De esta manera la noción de pecado, con su correlato de culpa, tan cara a las religiones, no difiere del sentimiento que un neurótico común siente cuando no ha cumplido con el ideal. Por esta razón parece interesante comparar algunas categorías de la religión –en este caso, cristiana– con conceptos psicoanalíticos. Los llamados pecados capitales lucen atrayentes, no sólo por la relevante posición que ocupan en la doctrina, sino por cierto carácter demoníaco, que ya veremos cómo se procesa.
Estos pecados, cuya versión más popular es la del Dante en La Divina Comedia, no son capitales por su gravedad, sino por ser generadores de otros pecados. Fueron establecidos oficialmente por Santo Tomás, San Buenaventura, San Gregorio Magno y otros. En su forma canónica, son siete y en este orden: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Curiosamente se dejó para el final el principal de ellos, la soberbia. En este punto me plegaré devotamente a la Iglesia y dejaré para lo último este vicio fundamental.
En un intento provisional de clasificación, podemos organizarlos en dos grupos: los que son expresión directa de la impotencia –la pereza y la envidia– y los que la son del exceso. Este, que los griegos llamaban la hybris o desmesura, consistía en un orgullo exagerado, generalmente acompañado por descontrol sobre los propios impulsos, que llevaba al hombre a pretender más que lo que le correspondía. Para los griegos esta proporción estaba fijada por el destino, de modo que quien, desafiando al destino, aspirase a más de lo que le estaba destinado, sufriría el correspondiente castigo. A este conjunto corresponden la gula, la lujuria, la codicia y la soberbia, ya que suponen un plus por sobre el límite que establece la moderación.
Los engolosinados
En cuanto al pecado de la gula, lo primero que suscita es su relación con los trastornos de la alimentación: la obesidad, la bulimia y, como reacción contra éstas, la anorexia. Pero no se trata de los únicos ni los más frecuentes. No sólo los psicólogos, también los fieles se preguntan por qué debe considerarse pecados a unas aficiones tan inocentes, pero el intenso sentimiento de culpa que producen señala la respuesta: el sujeto lo considera falta grave. No hay más que recordar a las anoréxicas, cuya apasionada lucha contra el deseo de comer puede llevarlas a la muerte.
Ahora bien, un cuerpo estilizado ¿es garantía de que no se padece de gula? Es sabido que son muchas las causas, tanto de la obesidad como de la delgadez. Una férrea voluntad, determinantes constitucionales y a veces hasta una enfermedad oculta pueden dar como resultado un cuerpo esbelto. Reducir una tendencia psíquica tan importante a aquellas razones no parece prudente; la gula es sin duda más que eso.
Como siempre, el lenguaje popular ayuda en la indagación; el verbo “engolosinar” permite vislumbrar una variante encubierta de la gula. A veces, por ejemplo, se advierte que un artista está engolosinado con un tema: siempre que muestre esa peculiar mezcla de obsesión con deleite, delatará algo que excede la función del autor. Desde un político demasiado apasionado por una idea, hasta la muchacha que sólo vive para la moda, los ejemplos pueden multiplicarse. Si se busca un elemento común –que a la postre resulta ser el más importante–, se lo encuentra en el narcisismo, presente en todas esas golosinas. De cualquier clase que sea, siempre es algo de sí mismo lo colocado en el objeto que se consume en demasía.
Pasión inmóvil
La avaricia propone una situación similar a la anterior, sólo que el individuo no atesora en sus tejidos corporales, sino que lo hace en una caja. Desde ya que la caja es un elemento simbólico, escasamente se encuentra hoy al avaro tradicional de la literatura, contando su oro en soledad. Hay escenarios que disimulan el encandilamiento que al tacaño le produce su riqueza: acciones, bonos, colocaciones financieras y empresas dan la impresión de movimiento y esconden la extrema inmovilidad que esa fortuna, grande o pequeña, produce en quien la idolatra. El avaro desatiende su entorno, absorbido como está por su pasión. Otra vez, en su ensimismamiento, descubrimos la retracción narcisista.
Sin embargo, la cuestión no se reduce al dinero: hay personas que atesoran sus ideas de la misma manera que otros adoran su dinero. Cierto que muchos no llevan a la práctica sus proyectos por falta de decisión, de capacidad, pero hay quienes acarician sus concepciones como el avaro sus monedas: no las muestran por temor a compartirlas. A menudo se encuentra, como justificación, la idea de que la idea les puede ser robada. En esta retracción podemos otra vez vislumbrar el narcisismo.
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