Una experiencia religiosa

Leyendo a Freud…

“En el otoño de 1927 un periodista germanoamericano, G. S. Viereck, al que hubiera recibido con mucho gusto si alguna vez se le hubiera ocurrido venir a verme, publicó una entrevista conmigo en la que se hablaba de mi falta de creencias religiosas y de mi indiferencia ante la posibilidad de una vida de ultratumba. Esta supuesta entrevista fue muy leída y me procuró, entre otras, la siguiente carta de un médico americano:

Experienciareligiosa

«…Lo que más me ha impresionado ha sido su respuesta a la pregunta de si creía en una subsistencia de la personalidad después de la muerte. Según el informador, había contestado usted secamente: «Eso me tiene sin cuidado.» «Le escribo hoy para comunicarle un suceso vivido por mí el año mismo en que terminaba mis estudios universitarios.

Una tarde que me encontraba en el quirófano entraron el cadáver de una anciana y lo colocaron sobre una de las mesas de disección. Hondamente impresionado por la expresión de serena dulzura de aquel rostro muerto, pensé en el acto: No; no hay Dios; si hubiera un Dios, no habría permitido que una mujer tan bondadosamente amable viniera a la sala de disección.

«Al regresar luego a casa abrigaba la firme decisión de no volver a entrar en una iglesia. Las doctrinas del cristianismo me habían inspirado ya antes graves dudas. «Pero cuando me hallaba reflexionando sobre todo esto, surgió en mi alma una voz que me aconsejó meditar mi resolución. Mi razón respondió a esta voz: Si alguna vez adquiero la certeza de que los dogmas cristianos son verdaderos y de que la Biblia es la palabra de Dios, los aceptaré
sumisamente.

«En los días siguientes, Dios hizo sentir claramente a mi alma que la Biblia es la palabra de Dios, que todo lo que se nos enseña sobre Jesucristo es verdad y que Jesús es nuestra única esperanza. Desde entonces, Dios se me ha revelado con otros muchos signos
inequívocos.

«Como ‘hermano médico’ (brother physician) le ruego que medite sobre cuestión tan esencial, y le aseguro que si lo hace sinceramente, Dios revelará a su alma la verdad, como a mí y a otras muchas personas…»

 

A esta carta contesté cortésmente que le felicitaba de que
una tal experiencia le hubiese permitido conservar su fe. Dios no había hecho tanto por mí. No me había hecho oír jamás una tal voz, y si no se daba ya mucha prisa -teniendo en cuenta mi avanzada edad-, no sería culpa mía si continuaba siendo hasta el fin lo que ahora era: an infidel jew.

El amable colega americano aseguraba en su carta que el judaísmo no constituía un obstáculo para llegar a la verdadera fe, y aducía para demostrarlo diversos ejemplos. Por último, me comunicaba que se rezaba por mí, implorando a Dios que me otorgase la fe verdadera.

Tales plegarias no han surtido hasta ahora el menor efecto. Pero la experiencia religiosa de mi amable corresponsal me ha hecho pensar, pareciéndome interesante intentar su explicación por motivos afectivos, ya que, además de su singularidad, presenta fundamentos lógicos harto débiles.

Dios permite cosas más fuertes que la de que una mujer de rostro simpático acabe en una sala de disección. Tales cosas han sucedido siempre y sucedían todos los días en la época en que el médico americano terminaba sus estudios. Por otro lado, su carrera hace
suponer que no podía ignorar éstas y otras miserias. Y entonces, por qué su rebelión contra Dios hubo de estar precisamente al experimentar aquella impresión ante el cadáver de la
anciana?

La explicación es harto fácil para toda persona acostumbrada a considerar analíticamente los sucesos interiores y los actos de los hombres; tan fácil, que se mezcló espontáneamente en mi memoria con el hecho mismo al que se refería. Al citar en una discusión la carta del piadoso colega expuse que, según escribía en ella, el rostro de la anciana le había recordado el de su propia madre. En realidad, la carta no contenía nada semejante, y yo mismo me di en seguida cuenta de ello; pero precisamente este error de memoria constituye la explicación que se nos impone al leer las palabras con las que el sujeto describe a la anciana (sweetfaced dear old woman).

El efecto despertado por el recuerdo de la madre es el
responsable de la debilidad de juicio demostrada en aquella ocasión
por el médico.

Dejándonos llevar por el vicio psicoanalítico de aducir como material probatorio cosas que desde el punto de vista general parecen verdaderas nimiedades, susceptibles de otra distinta explicación menos profunda, nos fijaremos también en las palabras «hermano médico» empleadas a mi intención de la carta.

Podemos, pues, representarnos el proceso en la siguiente forma:

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