Lecturas… DiYéi, PeCé, CeDé, CiDí, chat, mi target, outsourcing, ser fashion, downsizing, snob, vacunar la carpeta, canguros, baby-sitter , emilios, e-maileamos, chateamos, culísimo, very cool, sales o outlets o parking…
Por Ivonne Bordelois* para revista El Arca
“Ivonne Bordelois, en su libro El país que nos habla, examina de manera original el lenguaje de los argentinos. El Arca/60 reprodujo dos capítulos.
“Es molesto, por cierto, que Buenos Aires sea una de las capitales latinoamericanas donde más se han importado, innecesariamente términos ingleses, cuando los equivalentes castellanos están aquí.
El ataque del inglés
Antes de enfocar el problema representado por la primera de estas amenazas sería conveniente despejar algunos términos.
Es indudable que el predominio científico y técnico de los países anglosajones apareja la inclusión de un vasto vocabulario de términos de ese tipo en el español, situación que suele afligir a nuestros puristas. Sin embargo, una mera ojeada nos puede convencer de que en todas las grandes transformaciones históricas ocurrieron hechos similares en la esfera de lo cultural y lo político, sin afectar la identidad de las lenguas comprometidas. El inglés mismo hubo de tomar una gran parte de su vocabulario jurídico del latín, así como del griego se desprenden gran parte de las palabras que designan nociones filosóficas básicas en el inglés y otras lenguas modernas.
Este tipo de fenómenos, antes que corromper su carácter, enriquece el perfil de una lengua. Si fuéramos puristas absolutos, seguiríamos diciendo almadias en vez de canoas, primer y hermoso americanismo transportado por Colón, con el que América latina ingresa al léxico español. La ley argentina del español neutro, de 1986, que sostiene «el hablar puro conocido y aceptado por todo el público hispanohablante, libre de modismos y expresiones idiomáticas de sectores», desconoce la porosidad inherente a toda lengua viva.
Es molesto, por cierto, que Buenos Aires sea una de las capitales latinoamericanas donde más se han importado, innecesariamente, términos ingleses: no se ve por qué hay que decir sales o outlets o parking cuando los equivalentes castellanos están allí. Se afecta una falsa familiaridad con el inglés del consumo y de los medios, como si éste fuera un pasaporte de elegancia, un gaje de exotismo superior, una herramienta de exclusión para los desposeídos que no cuentan con el fetiche necesario. Donde el inglés dice very cool escuchamos un sorprendente culísimo; no sólo chateamos sino que e-maileamos; en España, por lo menos, con cierta gracia, no se habla de e-mails, sino de emilios. Y allí los baby-sitters han sido rebautizados como canguros. Pero algunos latinoamericanos intentan vacunar la carpeta –penosa trasliteración de to vacuum the carpet, pasar la aspiradora a la alfombra–, barbarismo que todavía no he escuchado entre nosotros. De más está decir que quienes conocen profundamente el inglés u otros idiomas son en general los menos inclinados a incurrir en estas lamentables trivialidades, testigos del abandono y del descuido en que tenemos a nuestra propia lengua.
Un estudio reciente señala –según observaciones cruzadas entre la Academia y el ámbito universitario– que un hombre culto en la Argentina maneja entre tres mil y tres mil quinientas palabras frente a cien anglicismos, y un universitario de veinticinco años, entre mil doscientas y mil quinientas frente a setenta. Pero un adolescente de quince años, en cambio, usa alrededor de seiscientos vocablos, y posiblemente sesenta anglicismos. Es decir, mientras la extensión del vocabulario decrece generacionalmente, el porcentaje de anglicismos va subiendo hasta llegar, aproximadamente, a un diez por ciento del léxico total.
Como dice un texto atribuido al humorista Fontanarrosa:
“En esta época de globalización, aggiornate o quedás afuera. (…) Argentina no es la misma. Ahora es mucho más moderna; durante muchos años, los argentinos estuvimos hablando en prosa sin enterarnos. Y lo que todavía es peor, sin darnos cuenta siquiera de lo atrasados que estábamos. Los chicos leían revistas en vez de ‘comics’, los jóvenes hacían asaltos en vez de ‘parties’, los estudiantes pegaban ‘posters’ creyendo que eran carteles, los empresarios hacían negocios en vez de ‘business’ y los obreros, tan ordinarios ellos, a mediodía sacaban la fiambrera en lugar del ‘tupper’. Yo, en la primaria, hice ‘aerobics’ muchas veces, pero en mi ignorancia, creía que hacía gimnasia. Afortunadamente, todo esto hoy cambió; Argentina es un país moderno y a los argentinos se nos nota el cambio exclusivamente cuando hablamos, lo cual es muy importante… Las cosas, en otro idioma, mejoran mucho y tienen mayor presencia”.
Países limítrofes de la Argentina, como Chile, Paraguay o Uruguay, están lejos de adoptar tal cantidad de términos superfluos, lo cual refleja que este asimilacionismo, bien descripto por Fontanarrosa, proviene de una moda sociocultural muy propia y característica de los argentinos y de su consabido esnobismo antes que de una catástrofe inevitable. (Al parecer, si se excluye a Puerto Rico, España y la Argentina, junto con México, son los países hispanohablantes más permeables a los anglicismos.)
Como se sabe, la etimología de snob significa sine nobilitate: la falta de nobleza expresa aquí también una falta aún más profunda de seguridad, que incita a los dominados a vestirse obsecuentemente con las galas del triunfador.
La combinación de lo eufemístico con el fervor anglicista produce resultados notables: así, el fracaso en la dirección de la empresa se denomina downsizing. El profesor de gimnasia se llama ahora personal trainer, y la moda informal, “ser fashion”. Si se trata de trasladar la propia ineficiencia, estamos ante un caso de outsourcing, si no se consigue pareja, la excusa es “no encuentro mi target”.
Se tiene la impresión de que recurrir al léxico “anglo” exime en cierto modo del sentimiento de fracaso total: seremos desdichados, pero nos redime en cierta medida la inmersión en la lengua del imperio. Fracasar en inglés es menos penoso que hacerlo en nuestro simple castellano: las costas de la verdadera vida están a la vista, a nuestra disposición acaso. Se afecta una falsa familiaridad con el inglés del consumo y de los medios, como si éste fuera un pasaporte de elegancia, un gaje de exotismo superior, una herramienta de exclusión para los desposeídos que no cuentan con el fetiche necesario.
Sin embargo, no es el asimilacionismo anglicizante, a mi entender, el problema más acuciante con el que nos encontramos en nuestra convivencia planetaria con el inglés. Cuando los académicos de la lengua reunidos en México declaran solemnemente que es mejor sustituir conversación cibernética por chat parecen estar honrando la tradición quijotesca que suplanta a los molinos de viento por gigantes. La palabra chat resulta indetenible simplemente por su concisión eficacísima, que espeja precisamente la velocidad en la comunicación alcanzada gracias a la técnica computacional.
Aquí también se equivoca un poco el camino, en el sentido de que son ciertos datos superficiales los que se tienen en cuenta mucho más que los más peligrosos y verdaderos.
A mí me molesta, por cierto, que Buenos Aires sea la capital latinoamericana donde más se han importado, innecesariamente, términos ingleses. Pero no es esto lo más importante, porque al fin y al cabo estos términos en general acaban por remarse e incorporarse al castellano, del mismo modo que las palabras celtas o latinas se fueron incorporando al inglés, donde adquirieron fonética y morfología propias. Clericó proviene de claret cup, pero ya nadie lo sabe, porque el español amasó la palabra de tal manera que su origen se vuelve irreconocible. El escritor Ismael Viñas me informa que, en Florida, Southwest se dice sauesera, con lo cual el nombre parece evocar una mezcla de sal y de huesos y no es posible sospechar ni escuchar de dónde viene. Del mismo modo me reveló que la manteca Dairico de nuestra infancia quería decir en realidad Dairy Co., algo que nunca pude imaginar.
Otros ejemplos que ponen de relieve el hiperfiloanglicismo de los argentinos es nuestra tendencia a invertir las iniciales de los productos y las máquinas que utilizamos, unida a la costumbre de pronunciarlas algunas veces a la manera anglosajona. De este modo, decimos CiDí donde los españoles dicen CeDé –pero en realidad tendríamos que decir DeCé (disco compacto); “es un PeErre” significa que alguien se ocupa de relaciones públicas: public relations. También decimos, como los españoles, PeCé, cuando deberíamos decir CePé (computadora personal). DiYéi es la abreviatura de Disc Jockey, una profesión rendidora que nadie se atreve a hispanizar.
De estos cambios se alimenta la vida de las lenguas, y estos cambios son irrefrenables. El hecho de que el argentino sea el más esnob entre los hablantes del español, y que salpique su habla de términos ingleses como antes lo hacía con los franceses, parece apuntar al costado cipayo de una parte de nuestra cultura y no es ninguna casualidad, dicho sea al pasar, que la palabra cipayo y su correspondiente significado haya desaparecido entre nosotros. No es el número de anglicismos incorporados el dato más afligente en cuanto a nuestras actitudes lingüístico-culturales, sino la aparentemente insaciable necesidad de cobijarnos a la sombra del Gran Hermano para asimilar su prestigio.
Y más graves que las palabras que adoptamos son los gestos que van apoderándose insensiblemente de nosotros, es decir, entre otras cosas, la exaltación de la competitividad, la pérdida del sentido de la intimidad y la privacidad, el gusto por la ambición, la violencia y la agresividad, el condescender a un estilo de vida que hace de la Coca-Cola una bebida irreemplazable y el aceptar una estética que instituye a Hollywood como la Meca universal. En este sentido, el peligro de las discusiones lingüísticas en cuanto a la cantidad de vocablos ingleses que ingresan en el habla corriente es el de distraer la atención e ir desplazando y reemplazando paulatinamente una discusión más necesaria y profunda en cuanto a las normas vitales que un insidioso contrabando mediático instala día a día y noche a noche entre nosotros.
De todos modos, como arguye Di Tullio, desde el punto de vista lingüístico, un planteo cerradamente localista resulta hoy inadecuado. La identidad ya sea lingüística o cultural ya no es una sino que, en la sociedad actual, cada individuo asume una identidad múltiple: la identidad cordobesa no la sienten los cordobeses en su provincia sino en Buenos Aires, por ejemplo. Pero cuando los argentinos están en Chile, la identidad es la argentina y, en España, la de los latinoamericanos es la americana. La identidad de hispanohablante se experimenta y muchas veces se sufre en un país de lengua diferente, en el que el manejo de otras lenguas europeas –y, sobre todo, del inglés– parece representar una cierta identidad occidental. No es el número de anglicismos incorporados el dato más afligente en cuanto a nuestras actitudes lingüístico-culturales, sino la aparentemente insaciable necesidad de cobijarnos a la sombra del Gran Hermano para asimilar su prestigio.
El habla plural
Las lenguas no se presentan como precipitados uniformes de un mismo tipo: antes bien, son muestrarios de variedades diversas y dialogantes que exponen su dialéctica y sus riquezas en el transcurso cotidiano de la vida social. La convivencia de estos estratos, su mutua inteligibilidad, su recíproca tolerancia o intolerancia, son el tema de este capítulo.
Cuanto más flexibles y diversos nos mostremos ante las innovaciones del habla, cuanto más fina nuestra percepción de las connotaciones verbales, cuanto mayor sea el espectro de nuestra creatividad y de nuestra receptividad, cuanto mayor sea nuestro estado de alerta y resistencia ante las expresiones que empañan la fluidez y la transparencia de nuestra expresión, tanto más estaremos construyendo las etapas futuras de un lenguaje más feliz y más libre que nos represente en toda nuestra plenitud. Aquí presentamos algunas de las variedades que enriquecen o empobrecen nuestra capacidad de comunicación y creación…”
* Poeta, ensayista y periodista. Leído en: revista El Arca/60
elarcaimpresa.com.ar/elarca.com.ar/elarca60/notas/ingles.htm
vía Página/12
Contratapa
09 de julio de 2019
Elogio de la lengua
Por Mempo Giardinelli
En una película de inicios de este siglo, Rosarigasinos, dirigida por Rodrigo Grande, hay una escena en la que dos ex convictos liberados tras cumplir 30 años de cárcel, caminan por Rosario como redescubriendo la ciudad. En un momento uno de ellos, Federico Luppi, se detiene a comprar cigarrillos, y al continuar la caminata le pregunta a su compañero, Ulises Dumont, qué significa esa palabra que ha leído en la marquesina: “Dru-ges-to-re”. Entonces Dumont, con lógica impecable, le responde: “Es un kiosco”. A lo que Luppi, sorprendido, razona: “¿Y por qué no lo llaman kiosco?”
Episodios similares podrían repetirse hoy en todo el país: en el aeroparque porteño el 90 por ciento de las tiendas de servicios y kioscos tienen nombres en inglés. O en francés como “Le pain quotidien”. En todas las tiendas se ofrecen breakfast and lunch en lugar de desayuno y almuerzo. Y sobran los coffees, los teas, las croissants y así siguiendo. En toda la ciudad de Buenos Aires sucede igual. Y se ha ido copiando en muchas capitales de provincias.
Se dirá que no tiene nada de malo, pero la imbecilidad colonizadora llega a puntos que bordean el ridículo. Hoy en casi todas las obras públicas se contratan servicios para los trabajadores, que ya no se llaman baños sino “Bath”. Hasta los vinos que tomamos suelen venir con etiquetas impresas en inglés. Y la vieja cerveza es beer, o a lo sumo birra. Y en casi todas las vidrieras citadinas hoy hay carteles de “Sale” en lugar de las viejas y entrañables liquidaciones, que cuando rezaban: “Liquidamos todas nuestras existencias” planteaban incluso un dilema filosófico delicioso.
En 1994 y en este diario escribí un texto con igual título, Elogio de la lengua, pero entonces el debate era hacia adentro y motivado por declaraciones del entonces Secretario de Cultura, Jorge Asís. Hoy en cambio la cuestión parece más grave y en un contexto en que l@s chic@s de las clases medias urbanas tienen una competencia bilingüe realmente notable. Es común que inicien una conversación, cara a cara (face to face) o en las redes sociales, diciendo “So…”, para empezar. Y si algo l@s avergüenza conjugan el verbo “cringe”. Y han incorporado vocablos como love y flirting con igual naturalidad. Hablan Spanglish constantemente. “Somos ciudadanos del mundo,” me dijo una adolescente no sin pizca de soberbia.
Admítase que esta moda, como cualquier otra, puede no estar ni bien ni mal. Pero es un hecho que las tropelías lingüísticas delatan la colonización maciza a la que estamos siendo sometidos. Son la evidencia de un renovado avance imperial sobre los pueblos latinoamericanos, que además del descalabro económico y político ponen en riesgo la identidad de la lengua que hablamos, el Castellano Americano, en circunstancias en que nuestro pueblo recibe una educación pública en emergencia y retroceso, y tan degradada que difícilmente refuerce el léxico nacional.
Lo hemos señalado muchas veces: en la lengua que un pueblo habla está su más potente marca de identidad; son sus huellas digitales. Esa lengua es su vía de comunicación primera y permanente. De donde la cuestión no es sólo la lengua sino lo que se hace con ella.
Y si lo que se hace es dejar que se debilite y agonice, entonces el habla que se impone resulta irresistible, y abruma y vence por repetición, por moda, por estupidez programada. Y lo que se distorsiona y deforma, conduce a engaños. Y entonces quien habla mal, piensa mal. Porque no tiene las herramientas que brinda el idioma natal, correctamente hablado y sobre todo escrito.
El único antídoto, es obvio, es la educación. Que el actual gobierno echó a perder institucional y nacionalmente, y ahora profundiza con alevosía desatendiendo lo público en favor de lo privado desnacionalizador. Y para colmo con un jefe de la banda que no sólo enhebra mal sus palabras en castellano sino que hasta cuando habla en inglés para agradar a sus patrones se expresa en forma elemental y chapucera.
El servilismo lingüístico de las clases sociales latinoamericanas más acomodadas es otro ingrediente riesgoso. El autoritarismo que se les quedó pegado; la prédica del pésimo periodismo y la telebasura que infecta conciencias y formatea a los votantes para que se disparen en los pies, es lo que se llama, en general, neocolonización.
Puede parecer exótico, en la emergencia social que vivimos, reflexionar acerca de la lengua que hablamos. Pero es la nuestra, y es la más genuina y veraz manera de comunicarnos, entendernos y ser.
Es urgente una reeducación en el idioma que hablamos, sobre todo para no deslenguarnos. Hablar bien en nuestra lengua, con propiedad y corrección, es el camino más seguro para pensar mejor. Y pensar mejor es la vía más segura para obrar mejor. De hecho, pueblo que pierde su lengua, lo pierde todo. Vean Filipinas. Y vean la conmovedora resistencia puertorriqueña. En esos contextos la educación es fundamental.
Hace poco señalé, en el Congreso de la Lengua en Córdoba, cómo hace años el cuento de la llamada “globalización” que produjo el retorno de una España empresarialmente más agresiva y racista, nos afectó también y mucho en materia lingüística. El empobrecimiento y desnaturalización del idioma, hoy enfermo de groserías y alusiones machistas, más la incorporación a mansalva de vocablos tecnológicos, anglicismos innecesarios y mucho más, aunque no sea fácil advertirlo, han producido y producen daños por goteo en nuestra identidad nacional.
No somos pocos los que creemos urgente una educación que fortalezca el idioma que hablamos, sobre todo para no deslenguarnos. Hablar bien, con propiedad y corrección, es el camino seguro para pensar mejor. Y pensar mejor es la vía segura para obrar mejor. De hecho, pueblo que pierde su lengua, lo está perdiendo todo. No es un asunto baladí, como suelen pensar algunas dirigencias. Que no saben lo que dicen.
Leído en: https://www.pagina12.com.ar/205189-elogio-de-la-lengua
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