Lecturas en el día del médico: Ética médica frente al paciente crítico

Un fragmento adónde el Dr. Francisco Maglio* reflexiona con profundidad y humanismo sobre una situación cargada de angustia y de incertidumbre.

intramed.net**

«… Paciente grave: En una oportunidad le pregunté a Max Harry Weil, a la sazón máxima autoridad mundial en Terapia Intensiva, cómo definía un paciente crítico, y esperando una respuesta técnica (casi un algoritmo) me sorprendió con una definición en términos de relación médico-paciente: “Un paciente crítico es el que necesita un médico las 24 horas del día y los 7 días de la semana”….

El poder en la relación médico-paciente

Como médicos no tenemos con el paciente más derechos que los que él nos da y arrogarnos otros es ejercer el poder sobre el paciente por mejor intencionados que estemos y aun desprovistos de toda sevicia. Llevados por la buena intención de mejorar algunos parámetros biológicos ejercemos a la postre un control tal sobre el paciente que “medicalizamos” su vida, posponiendo sus propios proyectos a nuestros objetivos terapéuticos y allí es cuando “enfermamos curando”.

Hay expresiones jergales en medicina que ejemplifican lo que intento transmitir: “Manejo del paciente anúrico”, por ejemplo; “No me coma dulces” le indicamos a un enfermo diabético; “Se me murió el paciente de la cama 5”, decimos en un pase de guardia.

En el cuento “El Sur” (quizás una autobiografía no confesada), Jorge Luis Borges le hace decir al protagonista Juan Dalman cuando relata sus avatares al sufrir una septicemia (donde, por otra parte, encontré una de las mejores descripciones clínicas sobre los trastornos del sensorio de esta patología): “El cirujano me sometía a metódicas servidumbres”, expresando (aunque probablemente sin saberlo) en un típico lenguaje borgeano una de las situaciones del poder al que me refiero. Debo confesar que en más de una ocasión este poder lo he ejercido en las llamadas “inversiones en la relación de servicio”, cuando, por ejemplo, pudiendo dar de alta a un paciente un viernes, lo dejaba internado hasta el lunes, para que la nueva rotación de estudiantes pudiera ver ese “caso interesante”; en vez de poner la docencia al servicio del enfermo había puesto a éste al servicio de la docencia y lo que es más grave aun le había sustraído de su vida un fin de semana con su familia o sus amigos, que como hecho afectivo jamás se lo podía recompensar.

En la atención del paciente grave a los derechos del enfermo ya mencionados debe agregarse el derecho a una muerte digna entendiendo como tal a aquella sin dolor, con lucidez para la toma de decisiones y con capacidad para recibir y dar afectos. Desafortunadamente, el poder que ejercemos sobre el paciente sumado a una educación médica triunfalista que ve en la muerte solamente el fracaso de la medicina, nos lleva a veces una suerte de “ensañamiento terapéutico” prolongando una agonía y lo que es más grave negando la posibilidad a ese enfermo de una muerte digna en compañía de sus seres queridos, situación denominada “distanasia” y resultante de una irracionalidad en el uso de los recursos tecnológicos.

Esta sociedad de comportamiento tan dual que por un lado le niega a un niño ver a su abuelo muerto y por otro lo ofrece “video games” donde le enseña a matar, ha desritualizado la muerte, la ha desimbolizado, la ha extrañado de su contexto cultural no teniendo en cuenta que la muerte siempre es un hecho social.

Se podría decir que en los tiempos que corren hasta la muerte se ha “privatizado”. Nuestra formación positivista nos lleva frente a la muerte a una angustia tanática con sus consecuentes reacciones como la negación, la culpa o la defensa maníaca, impidiéndonos contextualizar la muerte dentro del proceso vida y eliminándonos toda esperanza; sería pertinente recordar aquí los versos de Bernárdez: “Porque después de todo he comprendido/ que lo que el árbol tiene de florido/ vive de lo que tiene sepultado”.

“Ya no hay nada que hacer”

Típica frase con que nos dirigimos a los familiares de un enfermo cuya muerte es ineluctable. Deberíamos decir “Ya no hay nada que tratar”, porque en realidad hay mucho todavía por hacer, más aun, es cuando más podemos hacer.
La ya descripta prolongación innecesaria de la agonía con el uso irracional de la tecnología hizo decir a R. Bjerregaard, ministro de Salud de Dinamarca en 1981: “Algo anda mal cuando el 50% de los recursos de Salud se gastan en los últimos 90 días de la vida humana para postergar por unas semanas una muerte inevitable”.

Frente a esta deshumanizada situación no es en los recursos tecnológicos que encontraremos una salida aceptable, más bien ellos son parte del problema; existen otros recursos invalorables por su eficacia y por su disponibilidad: me estoy refiriendo al efecto “sanador” de nuestra palabra, de nuestras manos y de nuestra propia presencia.

Herederos del dualismo cartesiano mente y cuerpo, nos constituimos en “plomeros del cuerpo” antes que médicos de la persona; ésta necesita algo más que remedios y aparatos, nos necesita a nosotros como persona-médico y en esta relación la palabra es fundamental; pero, ¿qué decirle a un paciente en esas circunstancias? Siempre con un mensaje de esperanza, las palabras serán un bálsamo.

Pero a veces las palabras no alcanzan, entonces están nuestras manos, esas manos “vencedoras del silencio”, como las definía Evaristo Carriego.
En una oportunidad una anciana en una sala de terapia intensiva me pidió: “Doctor, tómeme el pulso”. Llevado por una deformación profesional no lo hice y mirando el cardioscopio le dije: “Está bien, abuela, tiene 80”. Ante su insistencia que le tomara el pulso le pregunté por qué si el aparato era confiable, y me respondió: “Es que aquí nadie me toca”. Razón tenía quien dijo que en terapia intensiva los enfermos a veces se mueren con “hambre de piel”; en nosotros está saciarlos.

Por último, el efecto sanador de nuestra propia presencia, que el paciente “sienta” que estamos a su lado, que vibramos en ese encuentro irrepetible de persona-persona, que estamos en su misma “sintonía corporal”.
Entonces, ayudando así a bien morir nos estamos ayudando a bien vivir.«

*Francisco Maglio, diplomado en Salud Pública y especialista en Enfermedades Infecciosas. Fue jefe de Terapia Intensiva del Hospital Muñiz, presidente de la Sociedad Argentina de Medicina Antropológica.

Leído en: **intramed.net/contenidover.asp?contenidoid=34706

Autor: AcuarelaDePalabras

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